28.11.07

Vida conversável

Uma das coisas boas da minha curta temporada estadunidense, em maio passado, foi o encontro com o jovem poeta e ensaísta chileno Fernando Pérez, que me foi apresentado pelo nosso - queridíssimo - amigo comum Guilherme Ribeiro. Transcrevo, abaixo, duas das perguntas/respostas extraídas da longa e memorável conversa que tivemos, os três, na casa de Fernando, em Nova York. A entrevista acaba de ser publicada na revista chilena Letras en Línea (aqui) que traz, ainda, uma seleta de poemeus traduzidos (com grande competência) por Fernando Pérez.

F Ricardo, quería comenzar pidiéndote que nos contaras un poco de tu formación como poeta…dijiste el otro día que venías del ámbito de la música popular, me interesaría entonces saber algo más de cómo se produjo esa transición, si es que fue una transición.

R Bueno, mi primer contacto con el lenguaje artístico en cuanto posibilidad de expresión ocurrió formalmente a los once años, al participar en un grupo vocal en el colegio donde yo estudiaba. Era un grupo que cantaba un repertorio bastante ecléctico que incluía a los Beatles, Caetano Veloso, Jorge Ben, Bee Gees. Era una iniciativa del professor de inglés, que también cantaba muy bien y usaba eso como práctica pedagógica, incluyendo también autores brasileños. Esto es algo que se repite en mi formación: mi primer contacto con la poesía concreta se da en la clase de matemáticas, fue un profesor de esa materia el que me los presentó por primera vez oralmente, me los hizo oír. Pero bueno, a los once años tuve esa primera experiencia con el canto, complementada por alguna formación en teoría musical. Esa experiencia fue complementada también por lo que yo considero mi verdadera iniciación artística, que fue la vida con mis padres y con mi familia: en nuestra casa siempre se cantó muchó, se oyó mucha música, recuerdo hasta la música con que mi madre me hacía dormir, una música llamada “Ricardo, o felizardo”, que era un éxito de los años sesenta. Recuerdo, entonces vivamente a mis padres cantando (mi padre más de vez en cuando, pero muy bien), tanto el repertorio brasileño como Frank Sinatra o Louis Armstrong, que les gustaban mucho. Como a los seis años, nos teníamos que acostar muy temprano, como a las siete. Pero después de comer, todos los días nuestro padre nos sentaba en sus rodillas a mí y a mi hermana y nos cantaba y nos leía en español hasta que nos quedábamos dormidos…

F ¿Y ustedes entendían español?

R Precisamente no, era como una música. También a veces en sus rodillas oíamos programas de radio con cuentos infantiles. La oralidad fue entonces siempre muy importante para mí. Y la visualidad también. Desde pequeño, antes de saber leer, mi madre me cuenta que me gustaba recortar revistas y hacer pequeños collages y montajes, sin ninguna intención artística, sólo por jugar con las imágenes y letras. Pero volviendo a una etapa más avanzada, cerca de los catorce años en el colegio comencé a interesarme en las artes plásticas, sin todavía considerarme para nada artista, eso nunca se me pasó por la cabeza. Fue recién a los diecisiete años que, quien sabe por qué, escribí una primera hornada de poemas y compuse mi primera canción. Como sabes, en Brasil no existe una distinción rígida entre lo popular y lo erudito o culto. Para mí no había contradicción entre esos ámbitos. Esos poemas, que fueron incluidos en mi libro Festín, fueron creados en estilo manuscrito, con un bic de tinta rojo, tenían entonces cierta voluntad de concreción, pero en realidad apuntaban más hacia algo dadá, algo que podríamos llamar “destructivismo”, pero una vez más sin intenciones artísticas elevadas, yo no tenía idea de que existiera la caligrafía como posibilidad de arte. A esa edad, de hecho, el ámbito artístico que más me interesaba era lejos el fútbol. Lo comencé a jugar a los diez u once años, y aprender eso fue mi primera lección de poética. De nuevo comencé por la oralidad, en nuestra casa oíamos mucho fútbol en la radio (mi familia era muy pobre, las entradas para los partidos eran caras). Entonces el fútbol entró en mi vida como práctica de narración (hay que recordar que en Brasil a los locutores de deportes se los llama narradores, lo que es una impropiedad porque en realidad sólo puede narrarse lo que ya ocurrió, no lo que está ocurriendo, pero en fin). Es impresionante el contraste entre el juego real, visto en televisión, que es frío, distante, y su narración, que es ardiente, fabulada cuando no fabulosa, abriendo otros planos de percepción de lo que ocurre en la cancha. Hasta que una vez oí el relato de un juego de Palmeras en que jugaba Ademir da Guia. Cuando había acción, el narrador hablaba rápido, luego, cuando el juego se desaceleraba, el narrador decía “Ademir, hijo del divino maestro”, porque su padre era el creador del estilo de juego que en Brasil llamamos clásico, un fútbol más elegante y apolíneo en contraste con el estilo dionisíaco del dribbling, de un juego más cadencioso. Esto siempre fascinó a los poetas, Décio Pignatari lo llama en una crónica “ademirável” (ademirable) y João Cabral le dedicó un poema. A mí ese cambio de ritmo me parecía fascinante, era una música llena de información verbal. Y un día tuve la suerte de adquirir un ejemplar viejo de la revista Placard, dedicada al fúbtol, donde había una secuencia de fotos de Ademir: para la pelota de pecho, la pelota cae, él la toma y parte corriendo. Entonces yo fui a una cancha y practiqué imitar sus movimientos: esa fue mi primera lección de poética, intentar convertirme por imitación en un jugador clásico. El fútbol se convirtió en mi gran rutina, me pasaba todo el día jugando, aspiraba a convertirme en un jugador profesional. A los dieciocho años, sin embargo, cuando yo estaba indeciso entre la poesía y el fútbol, me llegó un pelotazo en el ojo. Entonces pasé por un período difícil, tuve cinco operaciones. Fue en esa época que decidí no ir a la universidad y dedicarme a un programa de estudios al que soy fiel hasta hoy, incluyendo la práctica didáctica del paideuma concreto (con el que yo aprendí a leer) y de a poco incluyendo autores de otras zonas. Siempre me interesaron menos los dogmas de los manifiestos del concretismo que su práctica poética, especialmente la de Augusto de Campos, sin distinguir entre sus teorías, traducciones o poemas, me parecían fases diversas de una misma cosa. Esa fue mi formación como poeta, un programa disciplinado de estudios autodidacta con el que estaré ocupado aún por un buen rato.

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